martes, 5 de abril de 2011

Los otros humanos: la familia

PSICOLOGIA del DESARROLLO Y del APRENDIZAJE



DELVAL, Juan; “EL DESARROLLO HUMANO”; México; Siglo XXI Editores, 1996

10. LOS OTROS HUMANOS: LA FAMILIA HUMANA


Hemos estado viendo hasta ahora cómo el niño forma un fuerte vínculo con una o varias personas durante el primer año de vida y cómo esa primera relación y sus características pueden tener influencias durante el resto de la vida. Sin embargo, el niño no está solo en contacto con una persona que le cuida sino que, por lo general, suele vivir dentro de grupos más amplios en los cuales se socializa. El principal de estos grupos sociales y el más inmediato es la familia. La familia humana tiene una serie de características peculiares que la diferencian de la de otros animales, entre las que destaca su permanencia y estabilidad, aspectos ligados a la larga duración de la infancia y a la conducta sexual humana que presenta también algunas características diferenciales con respecto a otros animales.
La casi totalidad de los animales mantienen una actividad sexual periódica. Por ejemplo, las hembras de los primates superiores tienen un período mensual de celo de unos diez días. La actividad sexual de los machos, por el contrario, es permanente y siempre están disponibles para aparearse si encuentran una hembra que también lo esté. Si la hembra queda embarazada ya no volverá a tener período de celo durante años y dedicará la mayor parte de su actividad al cuidado de la cría, a la que dará de mamar durante un tiempo prolongado. Los machos no intentarán copular con la hembra hasta que no se repita el período de celo. Entre los primates sólo los orangutanes parece que pueden tener una actividad sexual más constante. Sin embargo, la mayor parte de los primates superiores no forman familias estables en el mismo sentido que los seres humanos y aunque el vínculo con la madre puede ser duradero no sucede lo mismo con respecto al vínculo con el padre. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con los chimpancés, que viven en grupos amplios en los cuales hay machos, hembras y crías. La hembra en celo copulará con cualquier macho que se encuentre en las cercanías, con prioridad para los machos que ocupan un lugar predominante en la jerarquía. Se excluyen sus propios hijos, y parece que las relaciones entre madre e hijo se mantienen a lo largo de la vida, como muestran los trabajos de Jane Goodall (1971, 1986).

La familia humana

Diversos estudios se han planteado las funciones y los orígenes de la familia humana. Por ejemplo, Helen Fischer (1982), una antropóloga norteamericana, ha tratado de analizar las relaciones entre la sexualidad humana y la formación de familias estables, trabajo que sólo puede ser especulativo por la falta de datos sobre la vida de los primeros hombres, pero que puede resultar verosímil. Lo que se plantea es ¿qué utilidad tienen las peculiaridades de la sexualidad humana, como la actividad permanente, o los orgasmos de las hembras, que no son necesarios para la reproducción?
Desde sus orígenes los hombres han realizado una actividad cooperativa, que comparten también con otros primates, pero que alcanza un grado muy superior, habiéndose convertido en una de las peculiaridades de los hombres. Muchas de las tareas de búsqueda de alimento y de caza se realizaban en común y otras de las características humanas, como el lenguaje o la posición bípeda (que permite liberar las manos y poder transportar la comida a un punto de reunión), facilitan esa cooperación. Pero probablemente la posición erecta ha conllevado una reducción de la apertura de la pelvis lo cual dificulta el nacimiento y ha obligado a que las hembras dieran a luz antes, cuando el feto tiene una cabeza pequeña para que pueda salir sin dificultad. Esto tiene como consecuencia una infancia muy prolongada de tal manera que las hembras necesitan ocuparse y transportar a la cría durante mucho tiempo, y mientras tienen que ocuparse de la cría resulta más difícil conseguir comida, con lo cual sus posibilidades de supervivencia se reducen. Esto es más claro cuando una parte de la alimentación proviene de la caza y se ha señalado que probablemente una de las características que han llevado a la hominización del hombre ha sido convertirse en cazador (Ardrey, 1976).
Entre los chimpancés Teleki observó que en el reparto de comida las hembras en celo reciben más cantidad que las que no lo están y los machos les prestan mucha más atención, las siguen y permanecen con ellas. Esta ventaja podría prolongarse si las hembras pueden continuar su actividad sexual a pesar de tener una cría. Fischer sostiene que para salvar las dificultades que produce la infancia prolongada de las crías se produjeron cambios en la actividad sexual. Sabemos que no todos los individuos son iguales y que espontáneamente se producen variaciones individuales. Las hembras que tuvieran un celo más prolongado recibirían más atención de los machos.

En un principio, estas hembras no tenían ventajas especiales. Eran sólo sexualmente más activas que las hembras normales. Pero hace unos ocho millones de años las hembras más amorosas lograron enormes beneficios, sobre todo como madres. ¿Por qué? Porque aquél fue un período crucial de la evolución humana, un período en el que las complicaciones de la posición erecta y la locomoción bípeda habían seleccionado hembras protohomínidas cuyo período de gestación era más breve. Al tener antes las crías tenían que transportarlas, protegerlas y alimentarlas durante períodos de tiempo cada vez más largos. Pero las hembras que volvían a estar en celo poco después de un parto recibían más atenciones de un cortejo de pretendientes. Iban a todas partes en el centro de un grupo, lo cual tenía ventajas enormes (Fischer, 1982, p. 62).

Así pues, si una madre reciente volvía a entrar en celo recibía más atenciones, estaba en el centro del grupo y la cría se encontraba más protegida, por lo que madre y cría tenían más posibilidades de sobrevivir. Cuando las crías crecían y engendraban a su vez, transmitían a su descendencia esa anomalía genética. Las que tenían actividad sexual durante el embarazo también recibían más atención, más comida y más protección. Así, se fueron seleccionando las hembras que tenían un período de celo permanente o, lo que es lo mismo, que no tenían un período de celo y estaban siempre sexualmente disponibles. De este modo mantenían lazos más estrechos con el grupo y compartían todas las actividades, lo que iría unido al desarrollo de la cooperación. Esos vínculos no eran necesarios para la procreación, pero sí resultaban útiles para la supervivencia de madre y cría y entonces sobre el lazo sexual se establecía una unión que podemos caracterizar como económica, ya que a través de ella obtenían mayor abundancia de alimentos.
Por otra parte, Fischer señala, apoyándose en las ideas de Desmond Morris (1967), que la cópula frontal establece más intimidad y fortalece a la pareja, lo cual favoreció el mantenimiento de rasgos anatómicos situados en la parte delantera, que tiene el efecto de atraer a los machos. Entre ellos, Morris menciona los lóbulos carnosos de las orejas, las narices protuberantes, los labios rojos hacia fuera y los pechos voluminosos. En particular los pechos voluminosos de las mujeres no parece que tengan otra función que la de servir de estímulo sexual permanente en la parte delantera.
Todo ello fue facilitando el establecimiento de relaciones permanentes y de grupos estables en los que las crías tenían más posibilidades de sobrevivir. Dentro del grupo se fueron formando familias estables, que los grupos sociales han tendido a institucionalizar. Así, el matrimonio se ha establecido como una forma de contrato que constituye un vínculo ante los demás y que legaliza a la familia como una unidad de producción que tiene sobre todo un fundamento económico y contribuye a la supervivencia de las crías y de los miembros de la familia.
La familia humana tiene aparentemente múltiples formas pero en el fondo existen una serie de constancias y regularidades. Según Van den Bergue (1979, p. 71): “La mayor parte de las culturas reconocen que hembras y machos tienen diferentes intereses y estrategias para la reproducción e institucionalizan una doble norma de moralidad sexual. La mayor medida de libertad sexual se da generalmente a los varones, no a las mujeres”. Esto puede institucionalizarse mediante la poliginia, mediante una familia en la que hay un varón y varias mujeres. Entre 853 sociedades distintas estudiadas por Murdock (1967), el 83,5% permiten o prefieren la poliginia, en comparación con el 0,5% que permiten la poliandria (varios hombres y una mujer). Sólo el 16% de las sociedades de esa muestra serían monógamas.[1]
Dentro de la familia en las distintas sociedades suele haber una división de funciones, de tal manera que la hembra se ocupa de la mayor parte del cuidado de la prole, al menos hasta que tienen cinco o seis años de edad, y las mujeres se dedican también a la actividad de producción, pero en actividades próximas al hogar que no interfieran con el cuidado de los hijos, tales como el tejido, la cestería, o la cerámica, además de preparar los alimentos y cocinar, mientras que los hombres han monopolizado la pesca a largas distancias, la caza y la guerra (Van den Bergue, 1979, p. 72).
El cuidado que los varones prestan a las crías puede incrementarse a partir de esa edad de cinco o seis años y es particularmente claro en la socialización de los hijos varones, aunque también tendría un papel en la interiorización de las normas de la sociedad por los hijos de ambos sexos.
Así pues, la familia humana es una institución que incrementa las posibilidades de supervivencia de las crías, sobre todo en condiciones de escasez de alimentos o abundancia de peligros. En muchas sociedades y períodos de la historia, la familia es extensa, formada por otros parientes además de los padres y los hijos. Sin embargo, en las sociedades avanzadas se ha ido produciendo una reducción de los miembros de la familia, que, sin duda, puede tener consecuencias psicológicas.[2]
El papel del padre

En casi todas las culturas la madre desempeña el papel central respecto al cuidado del niño durante sus primeros meses de vida, pero también hay algunas en las que el padre se ocupa igualmente de esas tareas. Entre las especies animales más próximas al hombre, y especialmente entre los monos, el cuidado de las crías está también en manos de la madre, mientras que el padre, u otros machos del grupo, desempeñan otro tipo de funciones. Sin embargo, algunos estudiosos han mostrado que en determinadas circunstancias los machos pueden desempeñar funciones tradicionalmente maternales y convertirse en madres sustitutivas, como por ejemplo se muestra en algunos estudios de Harlow en los que la llegada de una nueva cría produce un rechazo por parte de la madre de la cría anterior que todavía no ha terminado abandonada. Pues bien, en este caso hay machos que adoptan a esas crías y desempeñan las funciones maternas. En algunas no desempeña ningún papel después de la concepción, mientras que en otras realiza numerosas actividades en la crianza.
Así pues, todo el mundo está de acuerdo en aceptar la importancia que tiene la figura materna en el desarrollo del niño y cómo éste sería imposible, tal y como lo conocemos, si la madre no desempeñara las funciones que realiza, no sólo de alimentación sino también de proporcionar seguridad, estímulo y afecto. Ese papel ha sido desempeñado tradicionalmente por la madre, pero puede ser ocupado por otros adultos, varones o mujeres. Durante los primeros meses de su vida, el niño está sobre todo en contacto con su madre, pero no vive aislado con ella, sino que se encuentra dentro de un contexto social de amplitud variable que puede incluir al padre, hermanos, parientes, hasta una familia muy extensa como existe en bastantes sociedades. La influencia de todas esas personas es muy grande, tanto directamente sobre el niño, como a través de la influencia en el estado de la madre.
Sin embargo, el papel de todas estas personas ha atraído menos interés y se ha estudiado menos. Quizá haya influido en ello la creencia de Freud de que la relación con la madre conforma todas las relaciones posteriores y  por ello tiene una importancia fundamental. Esto disminuiría la importancia atribuida a las otras relaciones. El papel del padre se ha visto, por ésa o pro otras razones, como de menor importancia.
Sin embargo, recientemente se ha empezado a producir cambios en las ideas de los psicólogos, que han comenzado a prestar más atención al papel que desempeña el padre. En ello han influido no sólo los progresos de la teoría psicológica, sino los cambios sociales que han tenido lugar en la sociedad, que el padre esté cada vez más implicado en el cuidado de los hijos y qué existe un número mayor de varones que se ocupan solos del cuidado de los hijos, como veremos más adelante.
La idea clásica es que el padre podía empezar a tener un papel importante en edades avanzadas del desarrollo, en todo caso después del período de lactancia o incluso de la etapa sensorio-motora. Los niños pequeños eran responsabilidad de la madre y quedaban claramente en su territorio. Sólo después pasaban también a caer en el terreno del padre. Tradicionalmente el padre es el responsable de la disciplina y de la socialización. Dentro de la teoría psicoanalítica de Freud se considera fundamental la figura paterna como un elemento de la constitución del llamado superyó. En la sociedad occidental, el padre ha tenido un papel importante en la socialización de los varones y mucho menor en la de las mujeres.
Los estudios recientes, como señalan Maccoby y Martin (1983), se pueden clasificar en tres grupos, a. los que estudian las diferencias de padres y madres en su comportamiento con los hijos; b. los que se ocupan de las influencias de las diferencias individuales entre padres sobre los niños, y c. los que estudian la familia como un sistema común y vienen a confirmar opiniones generalmente compartidas, pero no siempre es así. El desarrollo teórico en este campo es todavía escaso y eso explica que las investigaciones produzcan una imagen de confusión y dispersión.
Los resultados del primer grupo de estudios muestran que tanto el padre como la madre y los hermanos mayores desempeñan un importante papel en la socialización del niño, pero  que suelen adoptar papeles diferentes. Algunos autores, como por ejemplo Ross Parke (1981), autor de un libro divulgador donde resume las opiniones sobre la función paterna (El papel del padre), sostienen que no existen limitaciones biológicas claras que diferencien el papel del padre del de la madre, y que son más bien razones de tipo ambiental las que determinan el papel de cada  uno. Sin embargo, estudios sobre padres (varones) que son los que se ocupan principalmente de su hijo encuentran estilos diferentes de cuidado y una interacción menos intensa (Lamb, Frodi, Hwang, Frodi y Steinberg, 1982). Pero otros estudios han señalado que la madre no sólo se ve preparada para realizar su función por efecto de la educación y por razones de tipo ambiental, sino que también hay una producción de hormonas que pueden favorecer determinadas conductas. Sin embargo, Parke sostiene que las razones ambientales tienen un efecto superior a la influencia hormonal. Para complicar las cosas, estudios realizados con peces han mostrado que el hecho de ocuparse del cuidado de las crías tiene como consecuencia de la producción de hormonas semejantes en ambos progenitores. Esto sería una manifestación más de las estrechas relaciones entre la conducta y el estado físico y cómo aquélla incide sobre éste (cuando generalmente se piensa siempre en la relación inversa).
Los estudios que consideran la relación familiar como un sistema parecen arrojar resultados prometedores, pero están poco desarrollados. Se ha señalado además que estudiar sólo las relaciones entre madre e hijo es una ficción, que distorsiona las cosas, y que el niño se encuentra inmerso en una red social, de la que forman parte todos los parientes y elementos próximos de la familia con los que interacciona. Lo que pasa es que esos estudios resultan muy difíciles de realizar y que las relaciones que hay que estudiar son lo que Bronfenbrenner (1974) denomina “efectos de segundo orden”: efectos indirectos a través de otro miembro del sistema, como los efectos de la relación entre madre e hijo sobre el padre o de las relaciones entre los padres sobre el niño.
Por lo general y actualmente, la relación del padre y la madre con el hijo es distinta y específica, por lo menos en nuestra cultura. El padre pasa habitualmente mucho menos tiempo al lado de su hijo que la madre, pero no sólo varía la cantidad de tiempo sino también el tipo y la calidad de la interacción que se establece entre ellos. Las relaciones siempre son complejas por el hecho de que la influencia del padre se ejerce no sólo directamente sino también a través de las relaciones con la madre, que a su vez determinan las relaciones de ésta con el niño.
Una buena relación entre el padre y la madre y una aceptación por parte de éste de la llegada del nuevo ser facilita la relación de la madre  con el niño y estimula la crianza. Por el contrario, una mala relación puede producir fenómenos variados que van desde el rechazo al niño por parte de la madre o que la madre se refugie en la relación con éste y descuide la relación con el compañero. A su vez, la relación de la madre con la cría influye sobre el padre, que puede sentirse desplazado o que no participa  en la implicación de la madre en la nueva situación. Generalmente la llegada de un hijo establece profundos cambios en las relaciones de la pareja, que duran sobre todo durante el período de lactancia, aunque a veces se prolongan más.
Se ha señalado que la actitud del padre tiene influencia ya durante el período del embarazo a través de la relación con la madre. Esa posición de rechazo, influye ya en cómo la madre soporta el embarazo. Igualmente durante el parte el padre puede desempeñar un papel importante  apoyando emocionalmente a la madre y participando en el nacimiento, cosa que parece que tiene consecuencias positivas a la larga. También el padre desempeña un papel influyente inmediatamente después del nacimiento si existe  algún hermano mayor que puede sentirse bruscamente abandonado por la madre, la cual pasa a no ocuparse, o a ocuparse menos de él, para concentrar sus esfuerzos en el recién llegado, que necesita más sus cuidados, aunque eso no lo haga de una manera consciente. El padre puede llenar ese vacío y evitar problemas en el entorno familiar.
Pero la influencia del padre empieza a ser más importante en la etapa posterior al nacimiento. Diversos estudios han mostrado que el padre tiene tanta capacidad como la madre para interaccionar con el bebé en muchos aspectos del desarrollo. Por ejemplo, respecto al lenguaje, ambos progenitores utilizan formas de expresión simplificadas –lo que se llama un lenguaje destinado a los bebés- cuando se dirigen al niño. De la misma manera ambos son también capaces de interpretar los sonidos emitidos por el bebé, los lloros, distinguiendo los que se deben a hambre, incomodidad u otras razones. También el padre es capaz de reaccionar adecuadamente a las señales del niño aunque existan diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres, y éstas estén más dispuestas a atender al niño.

La construcción de una relación

El interés del padre y de la madre por el nuevo ser no sigue las mismas pautas. En general se puede decir que la madre está mucho más implicada que el padre desde el principio. Quizá el hecho de tenerlo materialmente dentro y sentirlo en todo momento, el que produzca cambios fisiológicos y también cambios psicológicos muy directos, hace que la madre sienta mucho más y de una manera mucho más próxima el nacimiento del nuevo niño. Por el contrario, la relación del padre es más indirecta y tiene que ser más elaborada psicológicamente.
En el parto, el padre muchas veces se siente impotente e inútil y no ve forma de participar, pero en diferentes culturas hay costumbres que hacen intervenir directamente al padre y éste se convierte simbólicamente en la madre. El padre simula el parto rodeado de parientes y amigos, mientras que la madre se va a parir ella sola. Sin ir tan lejos se han descrito con cierta frecuencia casos en los cuales el padre experimenta también un malestar semejante, o complementario al de la madre, sufriendo numerosos trastornos.
Después del nacimiento, la relación de la madre con el recién nacido es muy intensa y si éste ha sido deseado la madre está muy absorbida por el nuevo ser, descuidando la relación con el padre y con los hijos mayores, caso de que existan. Generalmente la relación de la madre con el niño es muy plácida y muy intensa. Si todo marcha bien, la madre experimenta un intenso placer dando de mamar y ocupándose del niño, interaccionando con él. El padre, en cambio, tiene que empezar a familiarizarse con alguien que hasta entonces no estaba allí. Es a partir del nacimiento cuando empieza realmente a construir una relación con el hijo que va a ir elaborando lentamente. El cariño del padre hacia el hijo antes de nacer es más teórico y menos real que el de la madre que lo lleva dentro. Incluso en los primeros meses lo ve con interés, con satisfacción, quizá como una prolongación de sí mismo, pero no se ha formado todavía un vínculo. Muchos padres se sienten preocupados cuando se ocupan de un bebé, pensando que pueden hacerle daño, pues no saben cómo deben manejarlos y cuidarlos. Esto no les sucede generalmente a las madres, ni siquiera a las primerizas, y en todo caso tiene un alcance mucho menor.
Pero poco a poco la relación del padre con el hijo se va construyendo a lo largo de esos primeros meses de la vida y, a medida que el niño se va convirtiendo en un ser más autónomo, la relación se va haciendo más estrecha y se establece un vínculo mucho más profundo y mucho más real.
Como señala Parke, desde muy temprano se produce una diferenciación de funciones entre el padre y la madre, de tal forma que ésta se ocupa sobre todo de la alimentación y el cuidado general del bebé, mientras que el padre tiene una mayor participación en el juego. Sin embargo, los estudios realizados por Parke y Sawin (1996) muestran que los padres son capaces de ocuparse de la alimentación de sus hijos como las madres, aunque ellos mismos frecuentemente no se consideran muy competentes para atender a los niños pequeños.
Donde el padre desempeña un papel muy importante es en el juego. Milton Kotelchuk (1976) señala que el padre dedica a jugar con el bebé aproximadamente el cuarenta por ciento del tiempo que está con él, mientras que la madre sólo lo hace en un veinticinco por ciento de ese tiempo. Hay que tener en cuenta naturalmente que el padre pasa mucho menos tiempo con el bebé y, según los datos de Kotelchuk, mientras que la madre ocupa nueve horas al lado del bebé, el padre sólo le dedica 3 horas y 20 minutos, según datos de un estudio realizado en Boston, Estados Unidos. Sin embargo, lo que resulta curioso y digno de señalarse es que cuando la madre trabaja también fuera de casa, y por tanto está menos tiempo con el bebé, juega más con su hijo durante el tiempo que lo tiene a su lado.
En todo caso hay formas distintas de contacto entre el padre y el bebé y entre la madre y el bebé. Aparentemente los padres mantienen más contacto físico con el niño y hacen juegos más violentos, como por ejemplo agitar fuertemente al bebé e incluso lanzarlo al aire. Así se establece un contacto definido entre el bebé y el padre y ya a las dos o tres semanas se notan diferencias de actitud en el niño cuando juega con el padre y con a madre. Como ha mostrado Brazelton (l979), cuando juega con el padre el bebé mantiene los ojos más abiertos, es más juguetón y tiene una expresión más alegre. Se ha señalado que el juego de la madre es más didáctico y utiliza más los objetos mientras que el juego del padre es más físico y estimulante. La función que desempeñan el padre y la madre en la crianza del niño influye sobre el tiempo de juego, pero en cambio no parece influir sobre ese distinto modo de jugar con los niños que tienen los padres y las madres.  Entre los restantes primates también los machos realizan un juego fundamentalmente de carácter físico.
Sin embargo, hay otro elemento importante que hay que tener en cuenta por su gran importancia respecto a la interacción de los progenitores con el bebé, y es el sexo que éste tenga. Se ha señalado que, por lo general, en estudios referidos a la sociedad occidental, parecen existir preferencias por los bebés del sexo masculino, quizá debido al carácter machista de la sociedad. Desde el momento del nacimiento el padre interactúa más con el varón, mientras que la madre lo hace más con la niña. Parke y Sawin han mostrado además que no sólo los padres juegan más con los hijos sino que también el trato es distinto. A las niñas es frecuente que las mantengan abrazadas y pegadas al cuerpo, mientras que a los niños los mantienen en el aire más alejados. En cambio las madres establecen un contacto físico más estrecho con los niños. Otros estudios han señalado que el padre mueve más al varón y vocaliza más con la niña.
Todo esto va a tener una gran importancia respecto a la tipificación sexual (de la que nos ocuparemos más adelante en el capítulo 17), es decir, sobre cómo se adopta el sexo psicológico y de conducta. La tipificación sexual comienza desde el momento del nacimiento. Rubin, Provenzano y Luria  (1974) han mostrado que los padres, antes de haber tomado a sus hijos recién nacidos por primera vez, describen ya a los varones como más robustos y más despiertos que a las niñas, y a éstas las describen como más delicadas, más débiles, de rasgos más finos. Esto ya desde el momento del nacimiento y antes de haber tenido cualquier contacto físico. Evidentemente sólo se trata de un prejuicio de tipo social, pero que puede afectar a todo el comportamiento social posterior. En resumen, puede decirse que desde el nacimiento se trata ya al niño de distinta forma que a la niña y que a su vez el padre y la madre tratan de distinta manera a sus hijos.

La relación del niño con los padres. La pérdida de un progenitor

Hasta ahora hemos estado viendo las cosas desde la perspectiva de los padres; pero tomemos también la perspectiva del niño. Parece que el apego puede ser tan intenso a uno u otro progenitor, aunque siguen persistiendo en muchos casos algunas diferencias (que, sin embargo hay que señalar que no se encuentran en todos los estudios). Por ejemplo, se ha señalado que en situaciones de juego el niño prefiere a su padre. Pero es difícil generalizar esos resultados que dependen de muchos factores. También se ha señalado que la personalidad del progenitor y la manera de tratar al niño es muy importante, más que el sexo biológico, y que por ejemplo la expresividad de los afectos, que suele considerarse como una característica femenina, pero que puede presentarse igualmente en los hombres, favorecería el establecimiento de la relación.
Probablemente, lo más normal, como veíamos en el capítulo anterior, es que el niño se relacione con sus padres, con otros adultos y con otros niños. Con cada uno de ellos va estableciendo un tipo de relaciones diferenciado, y entre el conjunto de esas relaciones va formando su propia posición social y se va formando a sí mismo socialmente. Pero puede suceder que falten algunas de esas relaciones.
Cada vez las familias son más reducidas, a veces limitadas a los padres y un solo hijo o a lo sumo dos. El resto de la familia puede vivir en otra ciudad o en la misma, pero tan alejados que apenas mantienen relaciones. El núcleo familiar es muy pequeño y además cada vez va haciéndose más frecuente que falte uno de los dos progenitores porque la pareja se ha separado. En Estados Unidos se calcula que la mitad de los matrimonios actuales terminará en divorcio, y en Inglaterra el número de divorcios se triplicó entre 1967 y 1976, de tal manera que por esa fecha uno de cada cinco matrimonios estaba separado. En España, 1988, unas doscientas cincuenta mil mujeres vivían solas con hijos a su cargo. Es previsible que si no hay cambios en las condiciones de vida actuales la separación de las parejas aumente, porque los fenómenos causantes de las separaciones tienden a incrementarse, por efecto de las condiciones de producción.
No es cuestión de extenderse ahora sobre los efectos de esta consecuencia del capitalismo y de la vida en las grandes aglomeraciones industriales. Lo que es claro es que vivir con un único progenitor afecta al niño/a, sobre todo en una sociedad que ha tenido el modelo de dos progenitores y ha cambiado en relativamente poco tiempo. Como siempre, es difícil establecer consecuencias generales que están afectadas por infinidad de factores. Parece de nuevo que la calidad de la relación es el factor fundamental de que se produzcan trastornos o no.
Lo más frecuente, sobre todo si los hijos son pequeños, es que continúen viviendo con su madre y vean periódicamente a su padre, pero de todas formas, en países como Inglaterra y Estados Unidos, entre un 7 y un 10% de los hijos se queda con su padre tras la separación.
Los primeros tiempos de la separación suelen ser difíciles para todos y es necesaria una adaptación personal de cada uno. Algunos autores señalan que frecuentemente es más rápida la adaptación de los padres, que pueden encontrar nuevos compañeros/as, que la de los niños. Éstos necesitan realizar todo un proceso de adaptación a la situación nueva.
Si las relaciones con los dos padres continúan siendo aceptablemente buenas, es decir, no son violentas o desagradables, es posible que los efectos sean pequeños. Por el contrario, si la situación entre ellos es tensa, y sobre todo si los hijos están en medio y son utilizados por uno y otro para presionarse mutuamente, los efectos serán más negativos.
En casos de separación clara de uno de los dos progenitores, algunos psicólogos han encontrado efectos positivos en la aparición de un sustituto, es decir, que el progenitor con el que vive el niño forme una nueva  pareja estable. Pero naturalmente esto depende mucho de las personas, de la relación del niño con el sustituto y de que haya pasado el tiempo de habituación al cambio de situación.
Según  algunos investigadores es distinto que la desaparición del progenitor se produzca por fallecimiento o por divorcio. Este último originaría más conductas antisociales, mientras que la muerte llevaría más a la depresión (Rutter, 1981). Incluso el desacuerdo y las peleas entre los padres están asociadas con la conducta antisocial posterior, cuando no se llega a producir la separación, por lo que serían las disputas y tensiones familiares las que constituirían el origen de esa conducta antisocial. En padres separados, cuando las peleas no se manifiestan abiertamente, ni se producen delante del niño, no se observan efectos negativos, que sí aparecen cuando continúan peleándose delante de él. (Hertherington, Cox y Cox, 1982).
De todas formas la ausencia de un progenitor no tiene por qué afectar a muchos aspectos del desarrollo y a lo largo de la historia esa ausencia era frecuente, pues la mortalidad era alta, aunque, quizá, era más fácilmente compensada por la presencia de otras personas. Un estudio mostró que de 700 hombres famosos cuya biografía  aparecía en la Enciclopedia Británica, el 25% habían perdido a uno de los progenitores antes de los 10 años.
En resumen podemos decir que la socialización del niño se establece en el seno de la familia a través de mecanismos que todavía son mal conocidos. El hecho de que no se disponga de una teoría unificadora, como sí sucede en el caso del apego, tiene como resultado la existencia de una multitud de estudios poco coherentes que no nos ofrecen una imagen única. Parece que las influencias de los adultos dependen del sexo del progenitor, de la edad del niño y del tipo de relación que se establece. En todo caso resulta claro que la familia constituye un sistema de varios elementos en el que todos influyen sobre todos, en muchos casos con influencias indirectas y mediadas, por lo que su análisis resulta muy complejo y está todavía en sus inicios.
                                      




[1] La monogamia, entendida como una asociación permanente entre una hembra y un macho, aunque se presenta con cierta frecuencia en los pájaros, es rara entre los mamíferos, de los cuales sólo el 3% de las especies son monógamas. En las especies monógamas, el macho y la hembra tienen un aspecto muy parecido y un tamaño semejante. Recientes estudios (Carter y Getz, 1993) sobre el ratón de las praderas, que es una especie monógama, parecen mostrar el papel que desempeñan dos hormonas, la oxitocina y la vasopresina, en esa conducta monógama, en la que padre y madre comparten el cuidado de as crías, cosa que no sucede en otras especies muy próximas.
[2] Puede conjeturarse que esa desintegración de la familia sea el resultado de un conjunto de factores muy variado, entre los que estaría la forma de producción industrial y la existencia de enormes aglomeraciones en las ciudades, que destruye los lazos de familia extensa, la incorporación de la mujer al trabajo que la hace independiente económicamente, separación de las funciones de reproducción y la sexualidad, y quizá también la reducción de los peligros  para las crías y la abundancia de alimentos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario